La «Tulipomanía», la primera burbuja económica: Cuando la gente se volvió loca por un bulbo de flores

¡Ay las burbujas! Y por supuesto no aquellas tras las que corren entusiasmados los niños. En las burbujas económicas, el estallido es un abrupto despertar tras un sueño en el que todos creían estar enriqueciéndose rápida y fácilmente hasta que, de pronto, abren los ojos y es demasiado tarde.
Vamos a viajar a los tiempos y al escenario de la primera burbuja especulativa de la que se tiene constancia. Hemos de remontarnos al siglo XVII, en los Países Bajos.  El pequeño país, por entonces recientemente emancipado del poder español, despuntaba y prosperaba, gracias a una economía muy abierta, en contraposición con la gran mayoría de sus vecinos europeos. Estos otros interponían numerosas trabas en forma de aranceles, impuestos y regulaciones que anquilosaban el comercio del viejo continente. Y entonces entró en juego el tulipán. Como primera curiosidad cabe decir que esta flor no es holandesa, sino que fue introducida cien años antes, en el siglo XVI, desde el Imperio Otomano. De ser una especie criada por botánicos y restringida a cultivos de plantas tropicales, el tulipán fue llegando poco a poco a los mercados del país de los molinos y del queso gouda.  

Pétalos y estatus 

Ilustración del cotizado ejemplar de tulipán Admirael

Hay que tener en cuenta que se trata de una flor no precisamente duradera, sino todo lo contrario. Requiere unos seis meses desde su plantación hasta la floración, la cual apenas dura unos días, tras los cuales se marchita. Y hablamos de plantar bulbos de tulipán, porque para que una semilla de tulipán se convierta en bulbo han de transcurrir hasta doce años. Una vez se plantan los bulbos, la floración tiene lugar en la primavera y posteriormente el mismo bulbo se reutiliza para el año siguiente. Este aspecto puramente biológico fue clave en todo este asunto, porque permitía disponer de tulipanes de año en año y comerciar con éstos, siendo los bulbos el objeto con el que comerciar, en vez de semillas, lo cual habría sido inviable. Pero, ¿qué pudieron ver los holandeses en una flor tan perecedera? En primer lugar, hay que reconocer que es una flor especialmente bonita, dotada de unos grandes pétalos de vivos colores, aspecto este del que hablaremos un poco más adelante. En segundo lugar, precisamente la circunstancia de ser perecedero es lo que hizo llamar la atención de las clases adineradas, dedicando el tiempo y atención a unas flores tan particulares, todo ello, no lo olvidemos, en una época en la que mucha gente tenía que subsistir cada día. De este modo, los tulipanes se convirtieron en un símbolo de estatus, un modo con el que los holandeses que eran, o que se consideraban pudientes, exhibían su boyante condición, colocándolos en sus jardines y en las puertas de sus casas, a la vista de sus vecinos. Como ese tipo de cosas no han cambiado, sucedió que las clases medias quisieron imitar a los ricos. Ya saben, lo de aparentar no es nada nuevo; de modo que así fue como más gente se apuntaron a la moda de los tulipanes. La cosa no acabó ahí. Permítanme un mal ejemplo. Al igual que en nuestros tiempos, que un mero trabajador de clase media se compre un BMW es algo que disgusta a ciertos individuos pudientes, estos últimos recurren a otras marcas de coches, cuyo coste resulta inalcanzable para las clases medias. Extrapolando el ejemplo a los tulipanes, sucedió algo que posibilitó disponer de dos clases de tulipanes, los ‘normales’ y unos especiales, mucho más escasos y caros. Estos tulipanes estaban aquejados de un virus inoculado por el pulgón que afecta a la pigmentación de los pétalos y que les otorga unos colores aleatorios, dispuestos en estrías y peculiares formas irregulares. Tales tulipanes infectados eran lógicamente más escasos y mucho más caros que los sanos, por lo que se convirtieron rápidamente en el objetivo de las clases, cuyo poder adquisitivo era mayor. Ahora sólo quedaba venderlos debidamente y claro, no resultaba muy apropiado promocionar unos tulipanes como ‘infectados’ o ‘enfermos’. Con unas dosis de visión comercial y de imaginación se recurrió a nombres de navegantes holandeses, sin duda los referentes de la época (como podrían serlo hoy los deportistas). Así aparecieron los tulipanes Admirael (Almirante), como el Admirael van der Eijck, uno de los más cotizados, o el Admirael van Enkhuizen. En el siguiente escalafón estaban los Generael (generales), y con esta variedad unos 30 tipos de tulipanes.  

Comienza la locura 

Imagen de una ilustración que muestra el alza en el precio del bulbo de tulipán y la caída

Conozcamos ahora cómo funcionaba el negocio. El quid de la cuestión estaba en los bulbos, porque como se dijo anteriormente, la flor es extremadamente frágil y efímera como para poder ponerla en una maceta y colocarla en un mercado durante varias semanas. Los bulbos enterrados eran el objeto de la especulación, pues éstos son los tulipanes ‘en potencia’. Además, la infección que los dota de extraños colores y dibujos se propaga a través de los bulbos y no de las semillas. Siendo así, había dos modos de comerciar con los tulipanes, el más caro, obviamente, era el de los tulipanes en flor, el del producto final y disponible por pocos días a un precio prohibitivo. El otro mercado tenía lugar durante el verano y se dedicaba a los bulbos. Y como los bulbos estaban enterrados, a los holandeses se les ocurrió una práctica financiera luego extendida, el denominado ‘contrato de futuro’. Mediante esta práctica mercantil, un comprador ofrecía una cantidad de dinero en concepto de señal, pongamos 1 florín, para que el dueño y vendedor del bulbo se lo guardase hasta que estuviese listo para florecer. Si lo desenterraba se estropeaba, de modo que no había más remedio; una vez listo para florecer, el comprador entregaba el resto del precio acordado al vendedor (9 florines) y todos contentos. Para refrendar el acuerdo se recurría a un contrato por escrito y ante notario. Hasta aquí todo perfecto. ¿Qué pasó? Pues que los precios comenzaron a subir con rapidez y el ‘mercado de futuros’ comenzó a desmadrarse. El anterior comprador pensó << ¿Por qué conformarme con el tulipán que me entregarán el año que viene cuando puedo venderlo por el doble de lo que me ha costado? >>. Fácil, con el mismo contrato anterior que había firmado, podía hacerle a su vecino la siguiente proposición: <<Verás vecino, tengo un bulbo de tulipán que me entregan la próxima primavera. Dame 2 florines como adelanto y cuando te entregue el bulbo listo para florecer me das 18 florines>>. Negocio redondo, ¿verdad? Habiendo desembolsado sólo 1 florín, iba a ganar 19 florines brutos y 9 florines netos. 

De esta manera fue cómo la burbuja comenzó a crecer y a crecer, y la especulación con contratos de futuro hizo que hubiera bulbos de tulipán con una ristra de futuros compradores y vendedores encadenados. Con poquísimo esfuerzo y una pequeña inversión algunos productores y vendedores de bulbos se hicieron de oro.  
En octubre de 1636, el derecho de un bulbo de tulipán se pagaba a 20 florines, algo que podría equivaler a unos 200 euros de hoy día. Al mes siguiente, la burbuja había crecido de tal manera que, por el mismo derecho se pagaban 50 florines. La cosa no quedó ahí, pues en sólo dos semanas los precios se doblaron y se pagaban 100 florines, ¡Lo que hoy serían 1.000 euros por un bulbo de tulipán! Se desató la locura más absoluta y a finales de noviembre se pagaban 150 florines. Entretanto, mucha gente dejó sus empleos por el extremadamente rentable negocio de los tulipanes. 
Las transacciones que se acordaban solían incluir varias unidades, de modo que no resultaba extraño cerrar acuerdos de varios miles de florines por varios bulbos de tulipán.  Hay constancia de contratos de 100.000 florines por una decena de bulbos. Ojo, estamos hablando del equivalente a un millón de euros… 
Para comienzos del año 1637 casi se alcanzaron los 200 euros por bulbo. Algunas personas llegaron a realizar contratos con viviendas y objetos valiosos a cambio. También se produjeron episodios en los que se llegó a las manos por malentendidos de todo tipo.  Es el caso de un hambriento marinero recién llegado a Holanda y, ajeno a la locura de los tulipanes, confundió un bulbo con una cebolla. Cuando el propietario llegó y vio al marinero hincándole el diente al bulbo tuvieron que retenerle para evitar su linchamiento. De lo que no se libró fue de la denuncia y posterior ingreso en prisión.

El pinchazo 

Cuando llegó el deseado mes de febrero de 1637 en el que se ponían a la venta los bulbos a punto de florecer en la inminente primavera, las ventas no funcionaron tan bien como había sido costumbre en los años anteriores. Es posible que aquellos precios desmesuradamente altos que se habían alcanzado lograran disuadir incluso a los más adinerados de continuar en la espiral de compras de tulipanes, por muy cegados que estuvieran estos por la burbuja. Se habla también de la posibilidad de que un brote de peste hubiese mermado la capacidad de los comerciantes. No se sabe. Fuera como fuese, el hecho es que las ventas no marcharon bien y ello hizo que los vendedores comenzasen a bajar los precios en un intento de aumentar la demanda. Ante tal descenso acelerado de precios, muchos compradores que habían depositado la señal correspondiente el año anterior decidieron que no tenía sentido pagar por los bulbos una cantidad que para entonces resultaba demasiado alta. Sencillamente salía más a cuenta perder lo pagado en la señal y dejar al productor de bulbos en la estacada. Como se dijo, era común que un bulbo o un lote de bulbos tuviese a sus espaldas una docena de compradores o especuladores encadenados, es decir, un productor del bulbo que firma un contrato con A y éste a su vez hace dinero con dicho contrato con un comprador B y éste hace dinero con otro contrato con un comprador C y así sucesivamente hasta que uno de ellos se echaba atrás y daba al traste con toda la operación. Y eso no fue lo peor, imaginen a aquellos incautos que habían pagado los bulbos con propiedades y bienes, cómo lo perdieron todo de la noche a la mañana. La caída de precios continuó a la par que el pánico se imponía entre la gente. Algunos lograron deshacerse más o menos bien de los derechos de compra de bulbos, pero la inmensa mayoría se los tuvieron que ‘comer’, porque la demanda había desaparecido por completo.  
El entuerto tuvo difícil solución. El estado holandés, viendo que los contratos de futuros no valían nada, decidió obligar a los compradores a pagar el 10%, lo cual no contentó a nadie, pues los productores de bulbos se quedaron sin las ganancias previstas y los compradores obtuvieron un tulipán cuyo 10% era una barbaridad y nadie entonces estaba dispuesto a desembolsar. 
En cuanto a las consecuencias del estallido de la burbuja de los tulipanes sobre la economía holandesa, lo cierto es que algunos que habían entrado en aquella locura especulativa salieron muy mal parados, pero también no es menos cierto que simplemente la mayoría de contratos y promesas de futuro quedaron en nada y por tanto no llegaron a concretarse. 

He aquí la primera muestra de una burbuja especulativa. Desde la perspectiva del tiempo y, sobre todo, de no haber estado inmerso en semejante vorágine, la fiebre de los tulipanes parece cuanto menos grotesca, por no decir estúpida, sin embargo, no debemos llamarnos a engaño, pues si hay algo en común en las burbujas eso es la tremenda torpeza e ignorancia generalizada, las cuales ciegan a la mayoría de las personas. Llámese tulipán, vivienda, acciones o cualquier otro producto o servicio, muy pocos están libres de caer en la locura de pagar por algo mucho más de lo que realmente vale. ¿Qué le pasó a Holanda con los tulipanes? Tras aquel despropósito, la economía del país prosperó y el aprecio por los tulipanes no se diluyó en un amargo recuerdo, sino todo lo contrario; en la actualidad es el principal productor y vendedor del mundo, si bien desde entonces la cordura se impuso hasta nuestros días y los precios que se pagan por los tulipanes son razonables.

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