Que los usos y costumbres no son fijos y cambian con el tiempo es algo que todo el mundo sabe. Cosas que nos parecían normales hace tan sólo unas décadas hoy pueden parecernos extrañas si no aberrantes y viceversa.
En esta ocasión voy a relatar una tendencia que estuvo presente, sobre todo durante la mayor parte del siglo XIX, la llamada fotografía post-mortem. ¿Acaso eran unos morbosos estos antepasados nuestros de unas pocas generaciones atrás? Para nada, hacer fotografías de los difuntos era una costumbre socialmente aceptada, con profesionales especializados en dicha disciplina.
Lo primero que habría que abordar con respecto a la muerte es el cambio de mentalidad que se produjo en la sociedad, prácticamente o precisamente coincidiendo con el abandono de la fotografía post-mortem. Hasta que la Revolución industrial y los posteriores avances en medicina y en higiene no llegaron, morirse era algo muy cotidiano.
Me explico, la tónica demográfica de las sociedades pre-industriales se caracterizaba por unas tasas de natalidad y mortalidad muy altas. Era muy corriente tener 7 u 8 hijos, si no más. De la misma manera, también era normal que sólo la mitad o menos alcanzaran la edad adulta. Al igual que en las especies del mundo animal, sobrepasar los primeros años de vida era poco frecuente y una pléyade de criaturas fallecían víctima de un sinfín de infecciones y dolencias que hoy día tendrían cura con un mínimo tratamiento.
Pero tampoco era sencilla la edad adulta, nada más lejos. Las epidemias diezmaban ciudades y regiones enteras, con mucha mayor virulencia que las guerras, ya de por si muy recurrentes. Eran mucho menos y más cortos los periodos de paz que los de conflictos. Y eso si no hablamos de un mundo en el que la inmensa mayoría de las personas se dedicaban a las labores del campo. El campesino de turno se encontraba a merced de las cosechas y si éstas no venían bien, se pasaba hambre, hasta el punto de morir de inanición.
Lo que estoy queriendo decir con toda esta parrafada de desgracias no es más que la muerte estaba mucho más presente que en nuestros días. Quisieras o no, en tu vida diaria se tenía un contacto mucho más cercano y constante con la muerte. El vecino, en la calle, algún mendigo en la calle, en los partos, la muerte estaba en todos los lugares a la vista. Como testimonio de ello, quién conozca un poco acerca de sus bisabuelas o tatarabuelas, casi seguro que algunas perdieron uno o más hijos siendo niños.
Los avances de la medicina, la aparición y sistematización de vacunas y antibióticos, los controles sanitarios, la revolución agrícola y el control de plagas, todo ello alteró para siempre la tónica y la población mundial comenzó a crecer, porque la tasa de natalidad se mantuvo alta y la de mortalidad cayó en picado.
La muerte sigue evidentemente existiendo, pero ya apenas si no hay guerras en el mundo desarrollado. Una muerte infantil, algo no menos duro que antes, ahora es tan poco común que causa muchísima conmoción. En 1910, la esperanza de vida en España apenas sobrepasaba los 40 años. En un siglo se ha duplicado. La mayoría de la gente muere anciana y cualquier otra causa produce en sus allegados un impacto mayor del que podría producir entre nuestros bisabuelos y tataranietos.
El difunto, de ser velado en las casas, expuesto a la vista de sus seres queridos y de la comunidad, ha pasado a ser depositado en un tanatorio. Con aversión opaca, hoy la muerte se oculta. Se sabe que está ahí, que a todos nos llega, pero ya no está en nuestro día a día, como estuvo en toda la historia de la humanidad hasta hace muy poco tiempo. La cultura de la muerte del siglo XIX es la muerte de una forma de vivir y de afrontarlo de una manera muy distinta a la de nuestros días.
Es por eso que no había la más mínima intención de escabrosidad en las mentes del siglo XIX cuando decidían llamar a un fotógrafo e INMORTALIZAR (¡qué oportuna palabra!) la persona recién fallecida.
Antes de que la técnica fotográfica apareciera y se desarrollase en la tercera década del siglo XIX, la pintura era lo más frecuente para retratar al individuo. Desde el Renacimiento se pintaban retratos de difuntos. En aquella mentalidad, derivada del medievo, subyacía una intencionalidad de recordar a los vivos que la muerte estaba ahí y a que todos les llegaría, el famoso memento mori. La religión, que estaba presente en todos los ámbitos de la sociedad, dejaba muy clara la necesidad de obrar correctamente en vida para saldar las cuentas con el Altísimo en el juicio final. La gente sentía pavor ante la idea de una eternidad en el infierno. También otros asuntos, como el destino de las almas de los niños fallecidos, no estaban tampoco exentos de una gran importancia. Qué sucedía con las criaturas que nacían muertas, que quedaban «atrapadas» en los vientres de las madres muertas (morir de parto era frecuente) o simplemente con los niños que morían antes del bautismo, eran asuntos de capital importancia.
Pero el hecho de ser retratado por un pintor era algo sólo al alcance de unos pocos adinerados. La fotografía, siendo un proceso mucho más rápido y económico, democratizó el retrato, haciendo posible que no sólo las personas acaudaladas pudieran contratar los servicios de fotógrafos. Fue entonces cuando el retrato de fallecidos tuvo su correspondencia en la fotografía. Sobre todo en época victoriana, es decir, a mediados del siglo XIX, la fotografía post-mortem, gozó de mayor difusión y aceptación. Fotografiar al recién fallecido era un recuerdo vívido de la persona antes de ser enterrada, lo que suponía una manera excelente de guardar un recuerdo eterno del difunto en cuestión. Al final el duelo era más sencillo, porque algo, esa imagen de la persona, permanecía físicamente. No sólo el puro recuerdo personal e íntimo de cada uno que, después de todo, desaparecía una vez morían.
Esta disciplina de la fotografía resultaba rentable y agradecida para los profesionales de la época. La gente se moría bastante, especialmente los niños. Además, y sin ánimo de chiste, un muerto poco o nada podía moverse, siempre y cuando estuviese bien sujeto. Esto que puede parecer una tontería, no lo era en absoluto, pues los tiempos de exposición en la fotografía del siglo XIX eran bastante prolongados. Así se explica el hecho de que en los retratos decimonómicos, el semblante fuese siempre tan serio. No es que en aquella época no se rieran o fuesen almas tristes, simplemente sonreír o moverse un poco hacía que apareciesen movidos en las fotografías. Con un cadáver no había problemas; siempre estaban quietos.
Sin embargo, no todo eran ventajas. El equipo fotográfico era muy grande y pesado, teniendo que ser trasladado diariamente a las distintas estancias de cada difunto o moribundo, lo que requería la existencia de al menos un ayudante. Además, las tomas tenían que realizarse casi siempre en malas o pésimas condiciones de luz, mucho peores que en un estudio, todo ello por supuesto sujeto a una disponibilidad horaria absoluta.
Como en toda tendencia fotográfica, existían distintas modalidades de fotografía . Básicamente pueden diferenciarse las siguientes:
- Simulando estar dormido, acompañados o no. Esto era más habitual en el caso de los niños. A menudo se hacía acompañados de los padres o hermanos, aportando naturalidad. Cuando no estaban acompañados, en México, por ejemplo, era costumbre fotografiar los «angelitos» como se llamaban, rodeados de flores y ornamentos naturales.
- Simulando estar vivo, más común acompañados de seres allegados.
- En el lecho de muerte. Cuando décadas o siglos atrás se hubiera procedido a aplicar una máscara mortuoria, costumbre ésta que había caído en desuso, se fotografiaba al difunto en la cama o recién colocado en el ataud, normalmente poco tiempo después del óbito.
La fotografía post-morten perduró, ya siendo poco habitual, entrado el siglo XX y desapareció prácticamente a mitad de siglo. En zonas rurales de Galicia, por ejemplo, se continuó practicando hasta los años 50. Las causas de su final no están del todo claras. Es evidente que a mediados del siglo XX se produjo un cambio de mentalidad, cambio éste que viene a coincidir con la aparición de una cultura de masas. En realidad, ya hubo algunas voces críticas con la costumbre de fotografiar fallecidos bastante tiempo atrás. Por ejemplo, en 1865, algunos descalificaron el hecho de fotografiar y divulgar las fotografías del cadáver de Abraham Lincoln. Consideraban una profanación fotografiarlo muerto cuando «había ya millones de buenas representaciones del hombre en vida».
Quizás la fotografía policial y criminal tuvieron que ver algo en su desaparición, asociándose al morbo, por una faceta cruda y desagradable, una fotografía totalmente alejada de la post-morten.
En la actualidad, la muerte ocupa un lugar prácticamente tabú. Fotografiar muertos se considera un atentado contra la dignidad del difunto, restringido únicamente al ámbito médico, forense y policial. Existen contadas excepciones, comprendidas en el ámbito artístico y documental. Es conocido el caso de David Kirby, quién en su activismo contra el SIDA, fue fotografiado agonizante a sus 32 años, rodeado de sus seres queridos, en 1990. Aquella dura fotografía ganó el World Press Photo y ayudó a dar humanidad y dignidad a los enfermos de aquella terrible enfermedad.