Supongamos que nos encontramos con un lugar, con las ruinas de un viejo monasterio o universidad en un lugar no antes visitado. Su naturaleza antigua y tradicional nos evoca, por ejemplo, a Hogwarts o bien nos sugiere Gryffindor, en alusión a las novelas de Harry Potter. O bien imaginemos que una misión espacial de la NASA o de la Agencia Espacial Europea se posa en un planeta oscuro y rocoso y deciden llamarlo Mordor. Menudos «frikis», ¿Verdad?. Lo cierto es que este proceder no sería nada nuevo, porque no es la primera vez que la imaginación y los recuerdos presentes en las mentes del ser humano se hayan visto reflejados en parajes o paisajes reales. Es el caso de California, la península y región meridional del oeste de los EEUU y del norte de México.
El actual territorio de California fue divisado por primera vez por los europeos a principios del siglo XVI. Una expedición de Hernán Cortés, conquistador de México, ya merodeó la zona allá por 1534 y 1535. Lo que es una extensa península dispuesta de norte a sur, se creyó que era isla, y así fue cómo el 3 de mayo de 1535, Cortés la llamó «Isla Santa Cruz» en lo que hoy día es la Península de Baja California. Cuatro años más tarde, en 1539, otra expedición promovida por Cortés envió al navegante Francisco de Ulloa a explorar la zona del Pacífico con 3 navíos. Fue aquí cuando se registró por primera vez el nombre de California, en alusión a una isla imaginaria de un libro de caballerías llamado Las sergas de Esplandían (o Proezas de Esplandían), del escritor Garci Rodríguez de Montalvo. En la novela aparece el fantástico lugar de la Isla de California que, según la novela, pertenecía al Señorío de Calafia. Dicho señorío se encontraba bajo el mandato de una reina de las Amazonas, la cual se enamora del caballero Esplandián. Pues dicha isla ficticia es la que debió recordar a aquellos navegantes españoles, quiénes nombraron a aquellas tierras como California.
Los libros de caballerías fue un género literario que causó furor entre los lectores (los no muchos que sabían leer, claro) durante finales del siglo XV y, sobre todo, durante todo el siglo XVI. Tanta aceptación y éxito tuvieron que no pocos moralistas dudaron de su conveniencia para la lectura; mejor ocupar la lectura en temas más espirituales, pensarían. Pero lo cierto es que tales novelas fantásticas alimentaron la imaginación de muchas personas del incipiente Renacimiento. Entre estas personas había, como es el caso, navegantes que llenaron las larguísimas horas muertas a bordo de los navíos que se estaban aventurando en la inmensidad del Nuevo Mundo; unas peripecias, éstas sí muy reales e increíblemente arriesgadas.
Muy bueno, me encantó